Parece claro que algo se ha roto en los últimos tiempos en la democracia española, algo central, cordial, que se ha averiado definitivamente y que probablemente no tenga arreglo. Es una sensación subjetiva, porque muchos antes venían avisando de que ese algo llevaba mucho tiempo roto, mientras que otros señalaban, incluso, que nunca había existido. Se trata del llamado espíritu de la transición, de aquel consenso naïf que se basó en la inocencia de una izquierda que creyó que la derecha era sincera.
Es estéril gastar demasiadas energías en tratar de averiguar si existió tal espíritu, y si eran sinceros Suárez y el Rey, Guerra y Abril Martorell o Fraga y Carillo cuando acordaron y pactaron la transformación de la dictadura en democracia. Probablemente lo fueran, y probablemente actuaron como mejor pudieron y supieron, pero a día de hoy sabemos dos cosas: que fracasaron si lo que intentaban era construir una democracia homologable con las de nuestro entorno –quizás salvo con la italiana–, y que la derecha española, pasado el susto de la transición, y convencida –quizás con razón– de que la izquierda está más cataléptica que dormida, no ha renunciado a uno solo de los derechos y prerrogativas, a uno solo de los privilegios, ni a una sola de las parcelas de poder que conquistaron a tiros entre 1936 y 1975.
Para comprobar que fracasaron no hace falta otra cosa que mirar lo que está ocurriendo en España en los últimos tiempos. La trama Gürtell, de la que ya sabemos que ha estado infiltrada en al menos cuatro comunidades autónomas –y que no consiste, como nos quieren hacer creer, en algo tan inocente como que se hayan conseguido colar algunas personas sin escrúpulos en las redes del PP– pone de manifiesto que la corrupción es un proyecto de clase, organizado cuidadosamente con prácticas y técnicas empresariales –así, la trama Gürtel tenía colocados agentes comerciales en cuatro gobiernos autonómicos y en la propia tesorería del PP– con el objetivo fundamental de hacer inviable lo público, desprestigiar la política y apartar a la gente de ella, y de paso, que algunos sinvergüenzas se hagan con un capitalito.
Se puede comprender que en su momento, los legisladores de la transición temieran un sistema político inestable, y que por ello dotaran a la naciente democracia de un sistema electoral que fomentara la centralidad política y evitara los vaivenes políticos. Han pasado 35 años, y ese sistema electoral se ha revelado extremadamente injusto. El voto de los ciudadanos pondera más o menos según su lugar de residencia o su opción política, con diferencias de hasta 7 a 1. Tras las últimas elecciones generales, el clamor fue tan generalizado que hasta el Consejo de Estado emitió un informe que recomendaba la reforma de la Ley Electoral para mejorar la representatividad y la proporcionalidad; es más, el clamor fue escuchado en la Carrera de San Jerónimo, habitualmente poblada de monos ciegos, sordos y mudos, así que se formó una subcomisión parlamentaria –sólo subcomisión, que el asunto no daba para una comisión completa, hecha y derecha– que ha tardado años en concluir que el sistema electoral no sólo no se toca en el sentido propuesto, sino que además, se van a introducir cambios que vienen a facilitar el trabajo a partidos más beneficiados por el sistema electoral, y a dificultar el de los perjudicados.
El sistema electoral ha sido pervertido además con un nuevo instrumento que han ideado los dos grandes partidos –que cada día se comportan más como un gran partido único con dos caras– para casos de emergencia: la Ley de Partidos, que ha servido para alterar la composición electoral del Parlamento Vasco y cambiar la mayoría política, poniendo fuera de la Ley no ya a un partido político, sino a todo un sector del electorado vasco que ha llegado a estar compuesto por 200.000 personas, a las que se impide una convocatoria tras otra, conformar una candidatura electoral, investigándolas una a una para comprobar si alguna vez tuvieron algún tipo de contacto, por casual que fuera, con alguien a quien se pudiera acusar de algún delito relacionado con el terrorismo, siquiera fuera indirectamente. En España se han llegado a prohibir candidaturas electorales porque en ellas figuraban personas que habían militado en determinado sindicato, por ejemplo, sin necesidad de probar nada más. La Ley de Partidos ha servido para bajar enormemente la calidad de la democracia, ya que ha permitido que la policía meta las narices en temas políticos, cada vez con mayor frecuencia, en temas absolutamente alejados del terrorismo. La última vez, tras la manifestación del 1 de Mayo, cuando una dirigente juvenil de IU fue retenida e interrogada sobre su actividad política.
Esto entronca con la podredumbre judicial que caracteriza a la democracia española. Hablar de que España es el único país en el que los partidarios de la dictadura fascista persiguen en los tribunales –con visos de tener éxito– a los jueces que buscan en las cunetas a las víctimas de dichas dictaduras sería demasiado grosero. Ni hace falta llegar tan lejos. En España, los dos partidos principales, que se erigen en guardianes de la democracia y la estabilidad electoral, los partidos que se hacen llamar a sí mismos constitucionalistas, tienen secuestrado desde hace años al Tribunal Constitucional, un tribunal que, a pesar de no tener legitimidad alguna para actuar, porque muchos de sus miembros han agotado hace años sus mandatos, tiene en sus manos actualmente importantes decisiones que pueden poner en jaque algo tan querido a la propia democracia como es la soberanía popular. Invención de delitos ad-hoc para evitar que ciertos presos salgan de las cárceles, declaraciones cuasigolpistas en las que los jueces, los altos tribunales y el Consejo General del Poder Judicial exigen quedar fuera de la crítica social y política, son algunas muestras de cómo ciertas instituciones de la dictadura están prácticamente inalteradas a los 35 años de la muerte del dictador.
Y finalmente, quizás lo más importante, que es el nulo desarrollo, o su desarrollo de acuerdo a las interpretaciones más reaccionarias –perfectamente definidas por Jordi Pujol, cuando dijo aquello de que “no todos los artículos de la Constitución son de obligado cumplimiento” – de los artículos de la constitución que regulan los derechos sociales, presididos por la declaración de que toda la riqueza nacional, sea cual sea su titularidad está al servicio del bien común, pero convertidos en papel mojado, terminan de convencerme de que el pacto constitucional no se ha cumplido. O mejor, lo ha cumplido la izquierda, mientras la derecha ha mirado para otro lado.
Las constantes campañas publicitarias y series televisivas nos quieren poner delante una democracia idílica, construida en unos años difíciles, como si eso fuera razón suficiente para conformarse con una democracia que se parece mucho más a Restauración de 1876 que a la República Francesa. Una simple comparación ilustra perfectamente esta idea y pone de manifiesto que nuestra democracia no es más que una triste caricatura de la verdadera democracia: la República Francesa prohíbe los símbolos religiosos en los centros públicos, mientras en la democracia española pretendemos prohibir sólo los velos.
Todas estas cosas, y sobre todo la actitud que está tomando cada vez más gente que antes no cuestionaba demasiado la transición, y que creía en la utilidad de la Constitución, me hacen pensar que se ha producido una quiebra de la confianza política, que se ha roto aquel consenso constitucional que a ojos de muchos era falso.
Y esa herida, sólo tiene una solución: ponerse a trabajar para lograr todo aquello que los hombres y mujeres de la transición no pudieron, no supieron o no quisieron alcanzar: una democracia verdadera, profunda, transparente y participativa, de carácter republicano y social.
(*) Ricardo Royo-Villanova. (Madrid, 1967). Periodista. Ha trabajado en los diarios El Norte de Castilla y El Mundo de Valladolid, y en gabinetes de comunicación institucionales durante casi una década. Ahora ejerce el periodismo “por libre” porque -dice- es la mejor forma de compaginarlo con su militancia en IU. Es el autor de uno de los blogs políticos de mayor éxito, A sueldo de Moscú.
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